miércoles, 31 de mayo de 2023

¡ Estos eran de campo...campo !

Esta historia se desarrolla en un campo entre Curuzú Cuatíá y Monte Caseros (Ctes.) y está inspirada en un chat entre José y yo.



A medida que terminaban la primaria en la escuelita rural, a los Mandieta los mandaban a estudiar al pueblo. Al principio no me había fijado en ellos, pero cuando llegó el Chelo que tenía su pinta les empecé a prestar atención.

_ Cuántos hermanos tenés Chelo ( le preguntó mamá la primera vez que vino a casa)

_Doce

_¿Dos? Insistió mamá pensando que había escuchado mal.

_ No, doce señora.

Mamá me miró de reojo… y yo conociéndola desvié la mirada.

Una noche muy tarde, cerca de la una de la madrugada, estábamos con mis compañeros de curso pintando la calle principal del pueblo para promocionar el baile que organizábamos con motivo de la primavera, con el fin de juntar plata para el viaje de egresados. En una de esas aparece el Chelo y se pone a conversar. Como era muy tarde, se ofreció a llevarnos a cada una a su casa y a mí me dejó última en el reparto.

Cuando llegamos a mi puerta me invitó a tomar mate.

_ ¿ Mate?! No, no, otro día… además no puedo hacer ruido en casa a esta hora, me matarían.

Cuando terminé de decir eso, el Chelo saca de la galera un termo y un mate con yerba usada.

No pude negarme y por cortesía acepté … y así entre mate y mate…

Al otro día me desperté y él estaba en la puerta de casa para llevarme a la escuela, porque resulta que ya éramos novios.

Al tiempo se terminaron de instalar todos sus hermanos en el pueblo en un casa que los padres compraron para que puedan estudiar. Desde la primera vez que fui, los hermanos me recibieron con mucho cariño. Pero “ sus costumbres “ eran muy distintas a las mías. Vivían de una forma totalmente desordenada. Cada vez que entraba a la casa me daba la impresión que había pasado un tornado. La mesa del comedor siempre estaba llena de platos y vasos sucios que habían quedado de la noche anterior. Tazas, restos de pan y frascos abiertos de mermelada del desayuno del día. El sillón del living parecía “ el cuartito del fondo”. Cada uno que pasaba tiraba algo encima: ropas, cuadernos, mochilas, cacerolas, pelotas, cáscaras de naranja, cajas de videocasete, revistas, diarios y en medio de todo eso hasta había un gato acurrucado, que si estabas desprevenido y te sentabas arriba de esa montaña, el gato pegaba un salto y te hacía morir del susto.

Yo a José sólo lo conocía de vista.

Un día el Chelo me invitó como para oficializar la relación a pasar un fin de semana al campo que quedaba a unos 40 kilómetros del pueblo. Tenían unas 3700 has. aproximadamente, con lo cual yo pensé que tal vez el desorden de la casa era por el hecho del poco espacio comparado el Casco de Estancia , donde seguramente tenían habitaciones para cada uno de sus hermanos y un harén de servidumbre a su disposición.

Yo me preparé como para ir a una Villa a La Toscana…

Cuando llego me encuentro con que,el casco de estancia, se trataba de dos techos a dos aguas en el medio de la nada, unos tinglados donde guardaban sus camionetas y en vez de un harén de servidumbre, unos pocos peones que corrían de un lado al otro tratando de cumplir con las órdenes y contraórdenes que impartía a los gritos Don Mandieta.

Cuando bajo del auto con mis modestos, pero elegantes atuendos, lo encuentro a José que también había sido invitado por la Aurelia, la quinta de las hermanas.

Como no había agua potable, después de comer el cordero que asesinaron colgado de un paraíso bajo la mirada atónita de José y mis ojos conteniendo las lágrimas ante semejante espectáculo a mi criterio de salvajismo, tuvimos que lavarnos los dientes con agua de pozo que nos trajeron en un tacho de aceite de cinco litros al cual le habían puesto una manija de alambre.

El Chelo y la Aurelia llegaron con los caballos ensillados para invitarnos a recorrer el campo. Íbamos de lo más tranquilo conversando, cuando a José se le ocurrió preguntar por las víboras.

El Chelo se puso serio y nos dijo…

_…lo que hay acá es una víbora que se llama La Llorona, es una víbora que tiene alas.

_ ¿ Alas? Preguntó José como para seguirle la corriente.

_ Sí, alas. Pero sólo sale de noche y llora como mujer.

José y yo nos miramos tentados, pero entre nosotros no había tanta confianza como para reírnos.

El Chelo siguió con su relato sobre la víbora, y nos contó que a veces el llanto se escuchaba desde el rancho.

José se iba poniendo cada vez más colorado.

Y para rematar la Aurelia aclaró:

_ Nosotros a eso de las siete ya nos volvemos para que no nos agarre la noche, porque si te pica, eso si, ahí te morís.

…José no aguantó más y yo lo seguí a las carcajadas. El Chelo y la Aurelia trataban de convencernos de la veracidad de los hechos y como prueba agregaron que ¡ hasta vacas muertas habían encontrado ! Realmente estaban convencidos y nos miraban serios y desconcertados, mientras nosotros estuvimos como diez minutos matándonos de risa.

Volvimos al galope y cuando llegamos la cena ya estaba lista.(¡Cómo come esta gente!).

A la hora de dormir yo tuve suerte porque el Chelo era el único que tenía habitación propia, en cambio a José le tocó acostarse a los pies del Moncho, y compartir la habitación con otros cinco hermanos. Un verdadero coro de ronquidos y flatulencias tuvo que soportar el pobre.

A las seis ya todos estaban levantados y nos llamaron para desayunar. Los peones habían preparado un suculento guiso de lentejas con chorizo colorado, que José comió con ganas. Yo preferí tomar sólo un mate cocido

Como la Aurelia tenía que revisar y hacer el tacto a las vacas preñadas, José salió sólo a galopar. En su paseo encontró un arroyito, se maravillo con la gran vegetación y las piedras coloradas que emergían desde el suelo. Estaba deslumbrado ante tanta belleza, sumergido en sus pensamientos, cuando percibe ojos y unas pisadas livianas acercándose. Lo primero que se le vino a la mente fue la Llorona, pero enseguida reaccionó diciéndose que estaba loco si creía en esa historia. Al darse vuelta, se encontró con unos veinte ñandúes vigilándolo de cerca. Al principio se sintió intimidado, pero después de unos minutos al ver que no representaban ninguna amenaza los observó con la misma curiosidad que ellos a él. En medio de todo ese encantamiento, un ácido emergió desde su estomago hasta la garganta y se sintió morir.

Cerca de las doce del medio día la Aurelia se empezó a preocupar porque José no volvía.

Al rato vemos que a lo lejos se acercaba una caravana de ñandúes hacia al rancho, atrás venía el caballo, pero del novio ni rastros. Cuando llegaron José estaba colgado a modo de montura sobre el lomo del caballo. Después de un té de yuyos silvestres que la Aurelia le preparó despidió a mares el desayuno de lentejas que su estómago no pudo digerir.

Terminamos el domingo ilesos de picaduras de víboras aladas, pero con el estómago un poco revuelto de tanta comida.

De regreso, camino al pueblo, ya con más confianza, José me dice bajito como para que nadie lo escuche… Estos son  ¡de campo…campo!



Bar - Librería Ross - Rosario - Argentina

lunes, 17 de junio de 2019

¡ Viva Perón ! Historias mínimas

Otra de las veces en que la palmera fue la protagonista, fue cuando las gurisas tallaron sobre su lomo en grande ¡Viva Perón!
El tío era peronista, pero en esa época, en que las gurisas eran adolescentes, estaba el régimen del proceso militar y cualquier persona con ideologías políticas era tildada de revolucionaria.
Las gurisas  tenían catorce, quince años, y no tenían idea de lo que se estaba viviendo.
Un día llega el tío de trabajar, preocupado por la situación. Se hablaba de mucha gente desaparecida, y no era sólo en Buenos Aires, si no en todo el país. Entró a su casa por el patio del costado y vio la palmera  tallada con  la leyenda ¡Viva Perón!
Las gurisas habían sido las autoras del hecho, sin sospechar, ni  entender el verdadero significado. Ellas escuchaban hablar de Perón, y no sabían que estaba prohibido expresarse públicamente  o que podía traerles graves consecuencias.
El tío se enojó mucho, casi las mata a cintarazos y sermones, pasaron años para que las gurisas comprendieran la gravedad del asunto. Decí que la palmera estaba en el  patio, atrás de la casa y de afuera no se veía, si no otra sería la historia…

Anila Rin

Confesión truncada

Araujo no lograba concentrarse en la crónica que debía entregar antes de la segunda edición del día siguiente. Una y otra vez le venían a la cabeza las imágenes del cuchillo ensangrentado en las  manos de  Corti, su amigo y compañero de trabajo desde hacia más de 30 años. Repasó  la escena minuciosamente y no tuvo dudas: él había sido el asesino.
A medida que los redactores  entregaban sus trabajos y  se retiraban agotados de otra larga jornada, el recinto se fue vaciando.  Era casi media noche, sólo quedaban en la sala él  y Corti,  quién no sacaba los ojos de la pantalla. A veces movía la cabeza asintiendo, otras parecía que dudaba, pero luego continuaba escribiendo sin percatarse de que estaba siendo observado.
A Araujo le pareció que era el mejor momento para abordarlo y revelarle que sabía que él era el asesino. Pero, ¿qué le diría? ¿cómo se lo diría? A fin de cuentas, él sólo había visto el cuchillo ensangrentado, las manos, el puño en la camisa, no había visto nada más. Aún así no le quedaban dudas, Corti era el asesino. Y él sin proponérselo se había transformado en su testigo oculto, lo cual lo convertía en cómplice, a no ser que denunciara a su amigo y confesara todo ante la policía. Pensaba hacerlo, pero primero debía hablar con Corti, pues a pesar de que era el homicida habían sido muchos los años de amistad y compañerismo.
Estaba a punto de levantarse de la silla cuando Corti se le adelantó y lo invitó a tomar un café en el bar de la esquina para despejarse un poco. Salieron por la puerta de servicio. El guardia los vio irse. Araujo creía ver cierta tensión en el rostro de su amigo. Fueron caminando sin hablar. Llegaron al bar y pidieron una copa. Luego conversaron distendidos. Pasaron casi dos horas hasta que Corti dijo que debía volver y terminar el informe. Araujo asintió y volvieron charlando, sin darse cuenta que el guardia que los había despedido no era el mismo. Se sentaron y siguieron trabajando, cada uno en su escritorio.
Corti terminó, se despidió y se retiro cargando su bolso de mano. Bolso donde probablemente estaría oculto el cuchillo, pensó Araujo quien también se retiro detrás de él.
Esa madrugada sonó su celular y alguien  le dio  la trágica noticia de que Corti había sido asesinado. Colgó el teléfono y se sentó en la cama. Repasó una vez más las imágenes en su mente, las manos, la sangre en el cuchillo, la sombra, el puño de la camisa cuadrillé. Sí, había sido Corti el asesino. No le quedaban dudas.
Ahora Araujo se sabía cómplice del asesinato de la víctima de Corti y se sentía culpable  de no haber hablado con su amigo la noche anterior. Tal vez, si le hubiera confesado que lo vio con el cuchillo las cosas hubiesen sido distintas. ¿Y si se había equivocado?  ¿Cómo saberlo?
Compungido, se preparó café y se dispuso a vestirse para ir al velatorio. Antes recordó que debía pasar por la redacción, pues tenía que entregar su informe para que sea publicado en la segunda edición del día.


El evento

Apenas habían terminado de ajustar la pantalla, ubicar el retroproyector y ultimar los detalles de las copas distribuidas estratégicamente sobre las mesas en el salón,  ya empezaban a llegar los primeros invitados; pero a mí  lo único que me importaba era el final de la reunión para poder presentar mi factura en la oficina del primer piso.
Hacía más de dos semanas que venía escuchando a los dueños de la concesionaria, que entusiasmados con la inauguración, pedían detalles imposibles de implementar, pero yo, aún sabiendo que iba a resolver las cosas a mi manera, es decir de la forma más práctica posible logrando una reunión correcta, donde al final se olvidaran de sus delirantes pedidos y me terminaran felicitando por algo que a mi me resulta de lo más cotidiano, los escuchaba con real atención.
No es que no me preocupara el éxito del evento. Todo lo contrario. Me aseguraba personalmente de supervisar hasta el último detalle. Pero la práctica me había enseñado a no desesperar si al principio me pedían por ejemplo, que descendiera un helicóptero  en el medio del salón con una estrella de rock arriba, porque cuando veían los números que yo inflaba en exceso, por si acaso estaban locos y decidieran pagarlo complicándome la vida, cosa que por suerte casi nunca ocurría, se excusaban enseguida y no seguían insistiendo con el tema.
Como yo estaba segura de mi gente, dado que tenían terror de que no  los vuelva a contratar en caso de que algo saliera mal, una vez que empezaban a llegar los invitados, me quedaba paradita por ahí atrás, simulando con mi rostro interés y atención, pero en realidad, me divertía observando la danza que se producía entre los invitados, los dueños del lugar, los del marketing que venían de Bs. As,  y esos otros invitadosque  se repetían en muchas de las reuniones que me tocó organizar y que  nunca supe bien como llegaban, quién los convocaba o  si eran extras. Yo no los tenía pactados. Aparecían sonrientes, impecablemente vestidos, lustrosos; saludaban a todo el mundo y eran los que más comían y bebían, aunque dudo que alguna vez hayan concretado alguna operación. Tenían más pinta de colados que de posibles clientes. Eso sí, aparecían siempre en “TOP TV”, un programa que sale los sábados a la noche y que muestra los acontecimientos  comerciales más importantes de la ciudad. En la tele se ve todo perfecto. ¡ Hasta los sojeros salen lindos! Esos, los sojeros,son los que se ubican casi siempre, en alguna esquina arrinconada del salón en pequeños grupos de dos o tres. Generalmente, un tanto excedidos de peso y sin llegar a desprolijos llevan puestas camisas, que en ocasiones parecen estar a punto de explotar y en esa abertura que queda entre botón y botón,  hasta se puede ver un pedacito de abdomen blanco con algunos pelitos queriéndose escapar. Un detalle que de frente no se percibe, pero estando de lateral se puede ver en todo su esplendor. Justamente para esos caballeros, es que se hace todo el evento porque son los únicos que pueden concretar la compra de vehículos tan costosos como los que vende esta concesionaria. Pero los de marketing,  que sufren de miopía no los ven; les pasan por al lado con sus zapatos de suela que retumban en el piso brillante haciendo un ruido espantoso, que de no ser por el saxofonista, que contraté por una ganga, y que tiene a todos embelesados, dado que lo obligué a atarse el pelo y a peinarse con gel, con lo cual creen que están frente a un músico de elite. Suena bien sí, es cierto, por eso a Ricardito lo tengo fijo, aunque hay que andar atrás de él con el tema de la pilcha. Una vez me apareció con unos jeans rotos y en camiseta, justo en el salón de Marta Cura. Por suerte el traje de uno de mis asistentes le quedaba bien, así que lo hice cambiar y a mi asistente lo mandé a cuidar autos a la puerta para que se haga  unos mangos extras. Yo no lo necesitaba en el salón, pero lo llevé porque lo había incluido en el presupuesto.
La rutina se desarrolló con normalidad. Todo de acuerdo a lo planeado. Primero desfilaron los canapés, las copas de champagne, que iban y venían al compás del brillo de los relojes. La presentación de los de marketing, con algunos gráficos que nadie comprendió, pero que  todos aplaudieron ni bien se  hizo una pausa y así dieron por finalizada la misma. Las rubias de siempre acompañando a los señores, Ricardito con el saxo, el pianista con la intérprete, que les dio el gusto a casi todos, el mago, que se lució con sus trucos de salón, todos quedaron encantados con su actuación. las recepcionistas todas parejitas, de la misma estatura, flaquitas y al final el brindis y las palabras de agradecimiento. Ahí es cuando yo empiezo a actuar de nuevo y me salgo de mi trance observatorio, para aplaudir con euforia,  mimetizándome  entre las otras rubias. Luego, las promotoras ya saben que con sutileza tienen que  empujar a los invitados a salir para el show final de fuegos artificiales. Ese es el momento en el cual aprovecho para ir al baño, porque a esa altura ya no aguanto más.  Al rato desde adentro, ¡los veo irse por fin!.
Luego, entra el dueño, ya con la corbata floja, junto con los de marketing  y algunos íntimos; me levanta el pulgar en señal de que todo salió bien y yo sonrío simulando alivio, pues  ya sabía  de antemano que todo iba a ser un éxito, (parte de mi trabajo es parecer siempre preocupada). La señal, me habilita implícitamente a subir al primer piso para dejar la factura y retirar el cheque.
Bajo las escaleras y le doy libertad a mi gente para que se retire. Todos me saludan y se van, saben que el lunes arreglamos. Al único que le pago de mi bolsillo en el momento es a Ricardito, pero bueno, eso ya estaba pactado.




Tipos de caminantes

Dos o tres veces a la semana, salgo a caminar por el Parque Urquiza, ubicado a una cuadra de mi casa de Rosario. Por la mañana el paisaje es muy tranquilo: somos pocos los que caminamos y por eso nos reconocemos. En el primer cruce, nos saludamos con un ¡ holaaa ! así medio largo pero no muy entusiasta, aunque igualmente esbozamos una leve sonrisa. En las vueltas siguientes simulamos no vernos, aunque claramente nos vemos aparecer en cada giro. Para la cuarta o quinta vuelta, nos da cierto apuro, así que nos miramos y emitimos otra sonrisa, que no llega a ser sonrisa, sería  algo así como estirar los labios apretados.
Cuando salgo a la tardecita, la cosa cambia. El parque se llena de “desconocidos”. Gente que viene de otros barrios, o que sólo puede salir a esa hora.
Una de esas tardes, después de mis cinco vueltas, me senté en un banco a observar y me di cuenta que hay muchos tipos de caminantes.
Están los deportistas, que caminan con estilo y llevan  atuendo acorde a su porte. Ellos son “los dueños de la caminata”. Caminan conscientemente calculando la energía que gastan en cada vuelta.  Saben lo que hacen, se les nota en el semblante.
Después están los excedidos de peso:  caminan rápido y frunciendo el seño. Se nota que sufren con la actividad física, pero saben que si no lo hacen, no van a bajar esos kilos acumulados en tantos años. Por cierto queman unas cuantas calorías durante la tarde, pero salta a la vista que al llegar a sus casas, muy pronto las recuperan.
Están los que van apurados con el celular en la mano. Esos… me ponen un poco nerviosa porque caminan rápido, casi al trote, tratando de terminar lo antes posible con “ese trámite”. Seguramente se trata de personas obsesivas y ansiosas. No las quisiera tener de jefes.
Imposible no darse cuenta quienes son los infartados: generalmente van acompañados por su conyugue. Visten ropa nueva, están un poquito excedidos de peso y caminan con ritmo regular, sin alteraciones. Eso… lo de las alteraciones digo, fueron antes del infarto.
Las señoras coquetas van en grupo, lucen siempre un conjunto deportivo nuevo y a la moda. Van cotorreando todo el camino, el tiempo se les pasa volando,  Al final ni se enteran del resultado de la actividad física, pero “se enteran de otras cosas”.
Los muy cool. Ah! esos van con sus conjuntos llamativos de marcas carísimas. Llevan auriculares ochentosos ( último grito de la  moda). Caminan como si lo hicieran por una pasarela.  Me da la impresión que esperan que los aplauda, pero nunca les di el gusto.
Los señores muy mayores vestidos como jóvenes. Esos son muy graciosos. Bronceados invierno y verano. Casi siempre visten la marca de la pipa de pie a cabeza y algunos portan una dudosa cabellera .
Las señoras mayores un poco achacadas caminan cargando sus dolores de artrosis que lo expresan con las muecas repentinas al dar un mal paso.  Van con un atuendo cómodo pero muy pasado de moda. Seguramente ya no les importe.
Llamo “los cochecitos”, a las madres o padres que caminan paseando a su hijo.  Se trata de gente muy  pragmática y eficiente, pueden hacer más de una cosa a la vez. Los admiro!
Y por último están las hippies. Visten pantalones Bali, musculosas muy escotadas y ojotas, algo incómodas para caminar. Probablemente terminan llenas de ampollas.
Así es la gente que va a caminar a mi parque. Vayan y miren, van a ver que están todos y la que esta sentada en un banco mirando, soy yo.



230 km

basada en una historia real: caminata Monte Caseros- Yapeyú. 1985
los nombres de los personajes son ficticios, casi…

El mundo cantaba a viva voz We are de World. En el cine se estrenaba Volver al futuro y nacía Rambo. Los Redonditos de Ricota lanzaban su primer álbum: Glup. En Uruguay volvía la democracia de la mano de Sanguinetti. Y estaban próximos a aparecer los primeros restos del Titanic. De todos esos hechos históricos y trascendentes, nada sabíamos. Apenas si entendíamos el valor del Austral, el nuevo billete que estrenaba el gobierno Alfonsín a quienes algunos empezaban a llamarel padre de la democracia

Éramos treinta y tres y partíamos en una fría mañana de agosto en fila india. Fila que mantendríamos a lo largo de los 230 Km. que separa Monte Caseros de  Yapeyú. La caminata se realizó en conmemoración del aniversario de la muerte del General San Martín. Hecho que a la mayoría no les importaba.  Yo  la verdad me anoté porque no te computaban faltas en el colegio. Y lo mejor fue que en mi casa, no tuve ni que llorarpara que me dejaran ir. Mi papá enseguida aceptó gustoso ,  porque dijo que se trataba de un hecho “ socio deportivo y cultural “ . ¡ Voilà !
El entrenamiento fue un filtro. Inicialmente se habían anotado unos cien alumnos, pero si faltabas un día, te daban de baja. Otros abandonaron porque a medida que avanzábamos las exigencias físicas se iban poniendo mas duras, no aguantaban el ritmo, y otros dejaban porque simplemente porque no les divertía. 
Salimos desde la puerta del colegio. Me acuerdo muy bien esa foto: habían hecho formar a todo el alumnado a los lados de la calle Colón, junto a los profesores y la directora. Largamos con un sentido aplauso.  Emoción generalizada, lágrimas en los ojos,  fue de película, la verdad, lástima que en esa época no había celulares y nadie filmó nada, si no estaríamos en YouTube

El primer tramo, liviano y entusiasta, fue hasta El Naranjal, una parada ubicada sobre la ruta en Colonia Libertad, donde había una muy precaria estación de servicio. Las carpas de dormir ya estaban armadas, tarea que estaba a cargo de cuatro  soldados del Regimiento de Infantería de Monte Caseros. Todo estaba debidamente organizado: Cada noche nos esperaban con las carpas armadas y la cena lista. Guiso.

La primer noche, nos la pasamos conversando. Todos querían contar anécdotas, intercambiar experiencias y lucir la ropa de marca que habían llevado. No era mi caso, yo usaba todo Hering, que era ropa de algodón brasilera que  me compraban del otro ladopor la conveniencia del cambio y que no me daba ningún tipo de prestigio, pero había algunas que llevaron remeras John Cook, Osk Kosh. United Colors of Benetton y hasta algunos estrenaban chombas Lacoste.  Lo que pasaba era  que en Monte Caseros no había muchas  ocasiones de lucir esas prendas de alta gama. En cambio en El Naranjal recién bañados, se daban aires de estancieros.

El segundo tramo nos resultó cansador, pues nos habíamos pasado la noche anterior en anécdotas y cánticos. No creo que hayamos dormido más de dos o tres horas. Pero a la mañana, después del mate cocido con bizcocho que nos dieron los soldados, enseguida me puse a tiro y zarpe pronta a seguir rodando, y conversando. Así matábamos el tiempo: conversando. Y  de ratos mirando el camino, o la espalda de algún compañero. Había uno que me gustaba, pero no logré que en los cinco días se diese cuenta. Tampoco hice nada, lo miraba de atrás nomás. Y como siempre íbamos por la mano izquierda de la ruta, eso es para que el caminante vea los vehículos de frente, una vez estuve las ocho horas viéndole la nuca sólo de  ese lado y hasta llegué a contarle los puntos desde donde apenas asomaban unas pelusitas que no llegaban a ser rulos como en el resto de su cabellera.- 

Llegamos a la segunda parada. Ubicada en otra precaria estación de servicio en el empalme de la Ruta 14 y Curuzú Cuatiá. Vale aclarar que en ese entonces, todas las estaciones de servicio eran precarias. Los baños eran paupérrimos, aunque en un par de lugares nos tocó que tenían agua caliente. Pero nos bañábamos y después teníamos que correr envueltos en toallas hasta la carpa para vestirnos, al final nos moríamos de frío igual. Aunque salíamos de las carpas, danzantes,  vestidos de gala para la cena. La cena era toda una ceremonia. Los soldados, nos preparaban unos suculentos guisos como para alimentar a un batallón, servidos en sus típicos platos de losa con una jarra de jugo. Eso, la jarra de jugo, me relajaba un poco el estómago pero como el agua de la canilla salía medio amarilla, me lo tomaba igual. Algunos compraron coca cola con la plata de la venta de los tarros de Efficient que habían robado en el Naranjal, y que más tarde vendieron por unos pocos australes a  los pasajeros de  los colectivos que volvían repletos de mercadería desde Uruguayana. Era momento en que nos convenía ir a comprar “al brasil” y pasaban por día cientos de colectivos y autos provenientes de todo el país, inclusive algunos cargados con televisores sobre sus techos. Pero, volviendo a la compra de la coca cola, por supuesto que Farabello, nunca se enteró de esta fraudulenta transacción. 

La tercer noche en la parada de la estación cerca de Paso de lo libres fue terrible. El cansancio se empezaba a hacer sentir. La caminata diaria consistía en un promedio de 8 horas para aprovechar el sol, y ya en su tercer día los pies se nos empezaron a poblar de ampollas de todos los tamaños posibles. Ahí aparecía en acción el soldado enfermero Legui con su aguja para reventarnos las ampollas y dejarnos un hilo colgando para que drenen.  No recuerdo que haya usado una aguja por cada uno, si no que con la misma nos reventaba a todos. Viéndolo ahora a la distancia me muero del asco y de la impresión al pensar que nos podríamos haber contagiado entre nosotros de cualquier peste.

Esa noche, en una de las carpas de los varones se armó una guerra de zapatillas y el Adriánagarró el borceguí de Legui, y lo revoleó sin imaginar que al pegar en uno de los caños de la carpa rebotaría en el ojo de Farabello, el profesor organizador de la caminata. De más esta decir que Farabello, quería comerle el hígado a mi amigo el Chulo Después de unas cuantos gritos ¡ y con razón! , le dejó el ojo negro, reinó  el silencio en todas las carpas. Menos en la nuestra porque con la Negra nos descomponíamos de  risa al ver a Farabello con el ojo reventado. No nos quería ese Farabello, nosotras no éramos carmelitas de su costal. Siempre nos miraba con desconfianza. ¡Lío que se armaba!¡ Lío que nos endosaba!  Aunque después  la mayoría de las veces, se demostraba que no teníamos nada que ver, pero  quedábamos marcadas con su mirada, y expuestas como terribles ante nuestros buenos compañeros.

La cuarta noche la pasamos a la intemperie al costado de la ruta, porque no había estación de servicio que coincida con la distancia promedio que debíamos recorrer.
Llegamos al campamento en el medio de la nada pero  como siempre las carpas estaban armadas y el guiso listo. Para las chicas no había lugar donde bañarse, pero a los varones se los llevaron en el camión a un arroyo cerca de Tapebicuá. Contó el Chuloque se pusieron todos en pelotas, y que a  algunos les daba vergüenza bajarse los calzoncillos.  Dicen que al Chiqui Pereyra de chiqui no tenia nada. Un grande El Chiqui, había nacido con una pierna más corta y cojeaba un poco, pero igual, fue uno de los que llegó. El Chulotambién me contó quiénes eran los que no se querían bajar los pantalones para no revelar sus pequeñeces, pero me pidió que no revelase esa información. Y así lo haré. A no ser que este cuento sea un éxito editorial, me pidan más detalles y me paguen. De lo contrario, que nadie se preocupe. 

Para esa noche, de los 33 sólo quedábamos unos 14. El tercer día había sido un verdadero desafío físico, pero por sobre todo mental. El cansancio físico a veces supera a las ganas, y no todos podemos sobreponernos al dolor. A veces uno lo logra, otras nos quedamos en el camino. Eso le pasó a muchos de mis compañeros, uno a uno fueron abandonando. Vencidos por el agotamiento, las ampollas. Los veía caer, desmayándose o tirándose a un costado de la ruta, para luego ser levantados por Legui y subidos al camión, para ser curados primeros y luego devueltos a Monte Caseros en el Peugeot 505 azul, de apoyo que nos acompañó durante el camino. 

Yo de buenas ganas me hubiera tirado bajo un auto para al menos ser recordada por morir en el intento y no por abandonar. Esa foto, la del abandono, me dolía, no me gustaba.  Y no quería que nadie guarde de mí ese recuerdo. Por eso, seguí. Por orgullo. Porque físicamente yo  tampoco podía más, no éramos atletas, apenas jóvenes con un poco de aguante y otro de convicción.

Esa última noche desaparecieron entre los arbustos una de las parejitas del grupo. Tremendo lío se armó. Farabello y la mujer que también era profesora de educación física empezaron a buscarlos por todos lados. Llamándolos a los gritos por sus nombres, exponiéndolos ante todos. 

En silencio absoluto pero muertas de risa, la Negra y yo,  no nos queríamos perder ni un detalle de la perorata que tuvo que soportar la parejita en cuestión sentados sobre un tronco cual Estanislao y Camila, y todo por unos arrumacos apresurados. No había lugar para otra cosa. En esa época éramos todas vírgenes. Nos diferenciábamos por lo que habían dado o no un beso de lengua. Pero de ahí no pasaba. Y si alguien osaba pasarse de esa raya, no lo decía, porque estaba muy mal visto.

El último día fue el más largo. Partimos como siempre a las 8 de la mañana,  nosotras sin bañarnos, y todos mal dormidos. 
Ese día teníamos que caminar más de la cuenta para llegar a la tardecita a la entrada de Yapeyú. Ya en la mañana yo quería aflojar, largarme a llorar de cansancio y treparme al camión sin más. Fueron en esas horas en las que conocí mi verdadera fuerza interior. Sin saberlo había iniciado el camino de la meditación. Por momentos ponía la mente en blanco y olvidaba el dolor, el cansancio, el hambre o la sed. A veces me despertaba y revisaba mi conciencia. Comprendí lo bueno y lo malo. Supe la diferencia entre lo superfluo y lo verdadero. Ahí empecé a crecer. Eso, lo supe muchos años después. Supe que sin esfuerzo nada se logra. La experiencia de la caminata, y por sobre todo el hecho de haber llegado, a pesar de mis ganas de abandonar, me sirvieron mucho a lo largo de mi vida. Desde entonces no me gusta abandonar nada: todo proyecto que me propongo: lo llevo adelante. Por mínimo que sea. Si empiezo a ver una película, la termino. Si empiezo a leer un libro  aunque no sea del todo llevadero, sigo igual hasta el final. Y así casi con todo, no me gusta abandonar nada. ( Bueno…este…si, una visita al sicólogo no me vendría mal, pero  nunca empecé por miedo a no poder abandonarlo)

Iba yo inmersa en mis pensamientos más profundos, anestesiada por el cansancio,  soñando con una Crush fría, cuando apareció allá a lo lejos, el cartel de BIENVENIDOS A YAPEYÚ.  Faltaba como una hora para cruzarlo. Pero ya habíamos llegado. Yo había llegado. Sentí como me subía el calor a mi rostro y caían unas tibias lágrimas sobre mis mejillas. Estaba emocionada, genuinamente emocionada. 

Pensé que nos esperaría una comitiva, o al menos el intendente o algún pariente lejano de San Martín. Pero no había nadie, y para mi desilusión no éramos los únicos héroes. Resulta que habían llegado delegaciones de toda la provincia. Eso sí, nuestro grupo era uno de los que más lejos venía. Pero nadie lo mencionó. Nos esperaba Legui con su aguja y una ducha a las apuradas porque compartíamos el baño del campamento donde nos ubicaron junto varias delegaciones y una cena. ¡ Otra vez guiso! 
El baile de las delegacionesestaba previsto para las diez. Así que saqué de mi mochila mi  vaquero limpio, mi única remera nueva,  y me cambié de zapatillas por primera vez en todo el viaje. A las diez estábamos todos en la pista, con ganas de bailar toda la noche hasta que salga el sol
A eso de la una de la madrugada se escuchó esa canción que empezaba a sonar fuerte en todas las radios. “ We are de Word “ y que yo creía en ese entonces que era una canción romántica.  Estábamos en lo mejor de la fiesta, cuando Farabello nos juntó y nos llevó a todos al campamento. Esa vez tampoco quise abandonar, lo que estaba haciendo,  así que aunque fue rápido, pude terminar de dar mi primer beso de lengua a ese chico que me gustaba. No hubo aplausos, ni pochoclos, ni Tubby4, pero fue un beso de película.
                  


Anila Rindlisbacher 





















Los porteños

Los Fochesato vivían en tribu. Un predio de veinte metros de frente por ochenta de fondo, consistía todo su territorio.
La casa principal estaba bien al fondo. Donde vivían los monarcas: Doña Lala y Don Fochesato. A medida que sus hijos se iban casando, se instalaban en casitas que consistían en una única habitación y donde vivían con sus conyugues y sus hijitos.
Al frente había como una suerte de almacén, donde se servían tragos al paso.
Todos sus hijos tenían algún apodo: el Colorado, el Polaco, la Gaby,  Potrillo loco, entre otros.
Los Fochesato eran buena gente, pero a nosotros no nos dejaban ir a jugar a su casa. Era un tanto amenazador para nuestros padres, porque eventualmente había algún disturbio entre los clientes del bar de copas
En la otra esquina, estaba la casa de Doña Clelia y Don Cuca. Ellos, a diferencia de la tribu, tenían un solo hijo: Sergio.
Sergio era un chico introvertido, no tenía amigos en el barrio, y  pocas veces salía a la calle. Tenía un amor especial por la limpieza de su casa. Se lo veía siempre, haciendo alguna actividad doméstica, barriendo el patio, manteniendo el césped, y hasta encerando las baldosas de las ventanas que daban a la calle.
Contrariamente a lo que todos pensábamos en aquel entonces, Sergio no era homosexual.
Por la vereda de enfrente vivían las Toso. Eran cuatro hermanas mujeres, muy bochincheras. Siempre terminábamos jugando en la casa de ellas porque Don Toso, su abuelo, les construyó una casita de madera, esas que todos soñamos tener cuando somos chicos. Era a mediana escala, entrábamos un tanto agachados, pero era amplia, y la Patricia, que era la hermana mayor, dirigía las comiditas que preparábamos entre todos. Casi siempre eran guisos de fideos, arroz, polenta.
El horario más divertido para juntarnos a jugar distendidamente sin ser vigilados, era al mediodía, porque los adultos dormían la siesta. Así que ahí aprovechábamos para escaparnos a la vereda.
Pero tomábamos nuestros recaudos al salir, porque antes de irse a dormir  nos amenazaban con que, si salíamos a la calle,  nos podía agarrar  el  dueño del sol. O peor aún el viejo de la bolsa. Ese sí era temible, porque al dueño del Sol, nunca lo  habíamos visto en persona, pero el viejo de  bolsa pasaba siempre por nuestra cuadra. A él si le teníamos mucho miedo.
En las vacaciones de invierno y verano, se revolucionaban esas dos cuadras en la que vivíamos, porque todos sabíamos que llegaban los porteños.
Cada vez que venían traían novedades en cuanto a nuevos juegos, modas, música, modos de hablar…
María de los Ángeles y Mariana tenían casi  la misma edad de la Patricia Toso.
Once y doce años, pero estaban más avanzadas. A veces se vestían como señoritas.
Mientras que la Patricia jugaba a las muñecas, ellas se pintaban los labios con un brillo sabor a  frutilla.
Venían con  modas que nosotros no conocíamos. Usaban pantalones de jeans gastados y hasta rotos en las rodillas. A ninguno de nosotros se nos ocurriría usar un pantalón con las rodillas rotas. Cuando se gastaban, nuestras madres lo llevaban a la costurera, para que les aplique un parche de cuero y así lo podíamos usar un tiempo más.
Ellas decían que eran chetas. Nosotros no sabíamos que quería decir ser chetos, pero las queríamos igual así como eran: chetas.
Federico era el más chico de los tres hermanos, y también traía novedades. En uno de sus visitas, nos sorprendió con unas antiparras de buceo, y un barquito a vapor.
En mi casa teníamos una pequeña pileta de natación y ahí me enseño a bucear y jugábamos a quién aguantaba más tiempo sin respirar abajo del agua. Siempre ganaba yo porque estaba acostumbrada a aguantar sin respirar, además nadaba en el río, esa era una de las ventajas de vivir en Monte Caseros, a orillas del río Uruguay.
El barquito nos causaba mucha gracia porque funcionaba a vapor con una velita que se colocaba atrás. Nos tentábamos de risa al escuchar el sonido que hacía cuando comenzaba a navegar. Empezaba tímidamente blaaaaps…blaaaaps…blaaaaps… hasta que tomaba fuerza y partía  blaps, blaps, blaps, blaps blapsssssssssssssssss…
Todos los años pasaba lo mismo. Cuando recién llegaban, había cierta distancia entre los porteños  y nosotros.
Ellos venían con sus juguetes y sus ropas raras, y nosotros le contábamos historias fantásticas, como la noche en que había bajado un plato volador en el campito, así llamábamos a un campo que quedaba atrás del terraplén que habían hecho para sostener el agua cuando la creciente era muy grande y obligaba a desalojar barrios enteros.
Les decíamos que si iban al campito y gritaban ¡Viento Norte! ¡Viento Norte! Enseguida venía un viejo fastidioso que los correría con un bastón
Después de intercambiar las novedades, volvíamos a ser todo un mismo grupo de niños jugando.

Las noches en el verano eran mágicas. Después de que los grandes cenaban, y se quedaban tranquilos en la sobremesa, era el momento ideal para salir a la vereda. Jugábamos al Martín pescador, al arroz con leche, a la mancha, a los policías y ladrones.
El juego más divertido e ingenioso era el de las escondidas, porque había que buscar huecos por todos lados para no ser descubiertos.
Los cuatro días carnaval eran una fiesta.

¡Son cuatro días locos que vamos a vivir!
¡Son cuatro días locos, te tenés que divertir!

Durante el día se jugaba al carnaval con agua, pero no con bombitas de agua, si no, con baldes de agua.
La guerra era de  mujeres contra varones, a ese juego se sumaban todos, hasta los grandes. La capitana del grupo era mamá. A ella le divertía mucho jugar y era muy veloz corriendo descalza y cargando el balde de agua para mojar al primer desprevenido que pasara por la cuadra. No importaba si la víctima, salía vestida para ir a trabajar. Todo valía y con mamá nadie se enojaba.
A Federico y a mí una vez se nos ocurrió poner piedritas adentro de las bombitas. Supongo que no medíamos el daño que podíamos hacer, teníamos seis o siete años, y nunca imaginábamos que podríamos abrir las cejas del Colorado Fochesato de un bombazo.
Vino Doña Lala con el colorado llorando y sangrando a quejarse, así que el tío se levantó de su siesta y los llevó hasta el hospital para que lo cosieran
Esa tarde Fede y yo, no respirábamos del miedo que teníamos, Mariana y María de los Ángeles nos dijeron que vendría la policía a llevarnos presos por el delito que habíamos cometido.
Mi papá se enojó mucho, y cuando vino el tío de regreso con el Colorado cocido y vivo, nos obligó a pedirles perdón a él y a Doña Lala. Nuestra vergüenza era muy grande, el sentimiento de culpa peor. No sabíamos si había sido mi bombita o la de Fede la que casi mató al Colorado, pero sabíamos que uno de los dos era el autor del hecho.
Y las noches de Carnaval eran las más esperadas, y las porteñas también se sumaban  al desfile.
De niñas bailábamos todas en Shangay, que era la comparsa del barrio, donde los Fochesato eran los directores de la escuela de Zamba.

¡Sí, si señores aquí esta Shangay!
Con sus muchachos y ritmo sin igual
Es la comparsa de María Shangay
¡Que llega a alegrar el carnaval!

Después que fuimos un poquito más grandes y adquirimos formas de señoritas, nos invitaron a participar de comparsas más grandes.
A las porteñas las convocaron de Carún Berá

Carún…Carún…Berá…
Es el ritmo que alegra el Carnaval
Carún… Carún… Berá…
Reír, cantar, bailar para gozar…

Y yo participé bailando en Orfeo

Si, sí señores, yo soy de Orfeo
Si, sí señores de corazón
Porque este año de carnales
Desde Orfeo, sale el nuevo campeón

Había competencia entre los participantes de las distintas comparsas, pero nosotras no competíamos y nos sentábamos largas tardes abajo del paraíso de mi casa y entre mate y mate bordábamos nuestros trajes.
Y así año a año, esperábamos a los porteñospara jugar en las calles, bailar, reír y cantar en las noches de carnaval. Nunca sabíamos bien que día llegaban, no había Internet y el costo de las llamadas telefónicas eran muy altas.
Así que apenas comenzaban las vacaciones los esperábamos.
Cuando veíamos doblar el viejo Peugeot 404 del tío en la esquina…desde  la casa de los Fochesato hasta la casa de las Toso se escuchaba gritar ¡llegaron los porteños! ¡llegaron los porteños¡  y todos corríamos a recibirlos.