lunes, 17 de junio de 2019

230 km

basada en una historia real: caminata Monte Caseros- Yapeyú. 1985
los nombres de los personajes son ficticios, casi…

El mundo cantaba a viva voz We are de World. En el cine se estrenaba Volver al futuro y nacía Rambo. Los Redonditos de Ricota lanzaban su primer álbum: Glup. En Uruguay volvía la democracia de la mano de Sanguinetti. Y estaban próximos a aparecer los primeros restos del Titanic. De todos esos hechos históricos y trascendentes, nada sabíamos. Apenas si entendíamos el valor del Austral, el nuevo billete que estrenaba el gobierno Alfonsín a quienes algunos empezaban a llamarel padre de la democracia

Éramos treinta y tres y partíamos en una fría mañana de agosto en fila india. Fila que mantendríamos a lo largo de los 230 Km. que separa Monte Caseros de  Yapeyú. La caminata se realizó en conmemoración del aniversario de la muerte del General San Martín. Hecho que a la mayoría no les importaba.  Yo  la verdad me anoté porque no te computaban faltas en el colegio. Y lo mejor fue que en mi casa, no tuve ni que llorarpara que me dejaran ir. Mi papá enseguida aceptó gustoso ,  porque dijo que se trataba de un hecho “ socio deportivo y cultural “ . ¡ Voilà !
El entrenamiento fue un filtro. Inicialmente se habían anotado unos cien alumnos, pero si faltabas un día, te daban de baja. Otros abandonaron porque a medida que avanzábamos las exigencias físicas se iban poniendo mas duras, no aguantaban el ritmo, y otros dejaban porque simplemente porque no les divertía. 
Salimos desde la puerta del colegio. Me acuerdo muy bien esa foto: habían hecho formar a todo el alumnado a los lados de la calle Colón, junto a los profesores y la directora. Largamos con un sentido aplauso.  Emoción generalizada, lágrimas en los ojos,  fue de película, la verdad, lástima que en esa época no había celulares y nadie filmó nada, si no estaríamos en YouTube

El primer tramo, liviano y entusiasta, fue hasta El Naranjal, una parada ubicada sobre la ruta en Colonia Libertad, donde había una muy precaria estación de servicio. Las carpas de dormir ya estaban armadas, tarea que estaba a cargo de cuatro  soldados del Regimiento de Infantería de Monte Caseros. Todo estaba debidamente organizado: Cada noche nos esperaban con las carpas armadas y la cena lista. Guiso.

La primer noche, nos la pasamos conversando. Todos querían contar anécdotas, intercambiar experiencias y lucir la ropa de marca que habían llevado. No era mi caso, yo usaba todo Hering, que era ropa de algodón brasilera que  me compraban del otro ladopor la conveniencia del cambio y que no me daba ningún tipo de prestigio, pero había algunas que llevaron remeras John Cook, Osk Kosh. United Colors of Benetton y hasta algunos estrenaban chombas Lacoste.  Lo que pasaba era  que en Monte Caseros no había muchas  ocasiones de lucir esas prendas de alta gama. En cambio en El Naranjal recién bañados, se daban aires de estancieros.

El segundo tramo nos resultó cansador, pues nos habíamos pasado la noche anterior en anécdotas y cánticos. No creo que hayamos dormido más de dos o tres horas. Pero a la mañana, después del mate cocido con bizcocho que nos dieron los soldados, enseguida me puse a tiro y zarpe pronta a seguir rodando, y conversando. Así matábamos el tiempo: conversando. Y  de ratos mirando el camino, o la espalda de algún compañero. Había uno que me gustaba, pero no logré que en los cinco días se diese cuenta. Tampoco hice nada, lo miraba de atrás nomás. Y como siempre íbamos por la mano izquierda de la ruta, eso es para que el caminante vea los vehículos de frente, una vez estuve las ocho horas viéndole la nuca sólo de  ese lado y hasta llegué a contarle los puntos desde donde apenas asomaban unas pelusitas que no llegaban a ser rulos como en el resto de su cabellera.- 

Llegamos a la segunda parada. Ubicada en otra precaria estación de servicio en el empalme de la Ruta 14 y Curuzú Cuatiá. Vale aclarar que en ese entonces, todas las estaciones de servicio eran precarias. Los baños eran paupérrimos, aunque en un par de lugares nos tocó que tenían agua caliente. Pero nos bañábamos y después teníamos que correr envueltos en toallas hasta la carpa para vestirnos, al final nos moríamos de frío igual. Aunque salíamos de las carpas, danzantes,  vestidos de gala para la cena. La cena era toda una ceremonia. Los soldados, nos preparaban unos suculentos guisos como para alimentar a un batallón, servidos en sus típicos platos de losa con una jarra de jugo. Eso, la jarra de jugo, me relajaba un poco el estómago pero como el agua de la canilla salía medio amarilla, me lo tomaba igual. Algunos compraron coca cola con la plata de la venta de los tarros de Efficient que habían robado en el Naranjal, y que más tarde vendieron por unos pocos australes a  los pasajeros de  los colectivos que volvían repletos de mercadería desde Uruguayana. Era momento en que nos convenía ir a comprar “al brasil” y pasaban por día cientos de colectivos y autos provenientes de todo el país, inclusive algunos cargados con televisores sobre sus techos. Pero, volviendo a la compra de la coca cola, por supuesto que Farabello, nunca se enteró de esta fraudulenta transacción. 

La tercer noche en la parada de la estación cerca de Paso de lo libres fue terrible. El cansancio se empezaba a hacer sentir. La caminata diaria consistía en un promedio de 8 horas para aprovechar el sol, y ya en su tercer día los pies se nos empezaron a poblar de ampollas de todos los tamaños posibles. Ahí aparecía en acción el soldado enfermero Legui con su aguja para reventarnos las ampollas y dejarnos un hilo colgando para que drenen.  No recuerdo que haya usado una aguja por cada uno, si no que con la misma nos reventaba a todos. Viéndolo ahora a la distancia me muero del asco y de la impresión al pensar que nos podríamos haber contagiado entre nosotros de cualquier peste.

Esa noche, en una de las carpas de los varones se armó una guerra de zapatillas y el Adriánagarró el borceguí de Legui, y lo revoleó sin imaginar que al pegar en uno de los caños de la carpa rebotaría en el ojo de Farabello, el profesor organizador de la caminata. De más esta decir que Farabello, quería comerle el hígado a mi amigo el Chulo Después de unas cuantos gritos ¡ y con razón! , le dejó el ojo negro, reinó  el silencio en todas las carpas. Menos en la nuestra porque con la Negra nos descomponíamos de  risa al ver a Farabello con el ojo reventado. No nos quería ese Farabello, nosotras no éramos carmelitas de su costal. Siempre nos miraba con desconfianza. ¡Lío que se armaba!¡ Lío que nos endosaba!  Aunque después  la mayoría de las veces, se demostraba que no teníamos nada que ver, pero  quedábamos marcadas con su mirada, y expuestas como terribles ante nuestros buenos compañeros.

La cuarta noche la pasamos a la intemperie al costado de la ruta, porque no había estación de servicio que coincida con la distancia promedio que debíamos recorrer.
Llegamos al campamento en el medio de la nada pero  como siempre las carpas estaban armadas y el guiso listo. Para las chicas no había lugar donde bañarse, pero a los varones se los llevaron en el camión a un arroyo cerca de Tapebicuá. Contó el Chuloque se pusieron todos en pelotas, y que a  algunos les daba vergüenza bajarse los calzoncillos.  Dicen que al Chiqui Pereyra de chiqui no tenia nada. Un grande El Chiqui, había nacido con una pierna más corta y cojeaba un poco, pero igual, fue uno de los que llegó. El Chulotambién me contó quiénes eran los que no se querían bajar los pantalones para no revelar sus pequeñeces, pero me pidió que no revelase esa información. Y así lo haré. A no ser que este cuento sea un éxito editorial, me pidan más detalles y me paguen. De lo contrario, que nadie se preocupe. 

Para esa noche, de los 33 sólo quedábamos unos 14. El tercer día había sido un verdadero desafío físico, pero por sobre todo mental. El cansancio físico a veces supera a las ganas, y no todos podemos sobreponernos al dolor. A veces uno lo logra, otras nos quedamos en el camino. Eso le pasó a muchos de mis compañeros, uno a uno fueron abandonando. Vencidos por el agotamiento, las ampollas. Los veía caer, desmayándose o tirándose a un costado de la ruta, para luego ser levantados por Legui y subidos al camión, para ser curados primeros y luego devueltos a Monte Caseros en el Peugeot 505 azul, de apoyo que nos acompañó durante el camino. 

Yo de buenas ganas me hubiera tirado bajo un auto para al menos ser recordada por morir en el intento y no por abandonar. Esa foto, la del abandono, me dolía, no me gustaba.  Y no quería que nadie guarde de mí ese recuerdo. Por eso, seguí. Por orgullo. Porque físicamente yo  tampoco podía más, no éramos atletas, apenas jóvenes con un poco de aguante y otro de convicción.

Esa última noche desaparecieron entre los arbustos una de las parejitas del grupo. Tremendo lío se armó. Farabello y la mujer que también era profesora de educación física empezaron a buscarlos por todos lados. Llamándolos a los gritos por sus nombres, exponiéndolos ante todos. 

En silencio absoluto pero muertas de risa, la Negra y yo,  no nos queríamos perder ni un detalle de la perorata que tuvo que soportar la parejita en cuestión sentados sobre un tronco cual Estanislao y Camila, y todo por unos arrumacos apresurados. No había lugar para otra cosa. En esa época éramos todas vírgenes. Nos diferenciábamos por lo que habían dado o no un beso de lengua. Pero de ahí no pasaba. Y si alguien osaba pasarse de esa raya, no lo decía, porque estaba muy mal visto.

El último día fue el más largo. Partimos como siempre a las 8 de la mañana,  nosotras sin bañarnos, y todos mal dormidos. 
Ese día teníamos que caminar más de la cuenta para llegar a la tardecita a la entrada de Yapeyú. Ya en la mañana yo quería aflojar, largarme a llorar de cansancio y treparme al camión sin más. Fueron en esas horas en las que conocí mi verdadera fuerza interior. Sin saberlo había iniciado el camino de la meditación. Por momentos ponía la mente en blanco y olvidaba el dolor, el cansancio, el hambre o la sed. A veces me despertaba y revisaba mi conciencia. Comprendí lo bueno y lo malo. Supe la diferencia entre lo superfluo y lo verdadero. Ahí empecé a crecer. Eso, lo supe muchos años después. Supe que sin esfuerzo nada se logra. La experiencia de la caminata, y por sobre todo el hecho de haber llegado, a pesar de mis ganas de abandonar, me sirvieron mucho a lo largo de mi vida. Desde entonces no me gusta abandonar nada: todo proyecto que me propongo: lo llevo adelante. Por mínimo que sea. Si empiezo a ver una película, la termino. Si empiezo a leer un libro  aunque no sea del todo llevadero, sigo igual hasta el final. Y así casi con todo, no me gusta abandonar nada. ( Bueno…este…si, una visita al sicólogo no me vendría mal, pero  nunca empecé por miedo a no poder abandonarlo)

Iba yo inmersa en mis pensamientos más profundos, anestesiada por el cansancio,  soñando con una Crush fría, cuando apareció allá a lo lejos, el cartel de BIENVENIDOS A YAPEYÚ.  Faltaba como una hora para cruzarlo. Pero ya habíamos llegado. Yo había llegado. Sentí como me subía el calor a mi rostro y caían unas tibias lágrimas sobre mis mejillas. Estaba emocionada, genuinamente emocionada. 

Pensé que nos esperaría una comitiva, o al menos el intendente o algún pariente lejano de San Martín. Pero no había nadie, y para mi desilusión no éramos los únicos héroes. Resulta que habían llegado delegaciones de toda la provincia. Eso sí, nuestro grupo era uno de los que más lejos venía. Pero nadie lo mencionó. Nos esperaba Legui con su aguja y una ducha a las apuradas porque compartíamos el baño del campamento donde nos ubicaron junto varias delegaciones y una cena. ¡ Otra vez guiso! 
El baile de las delegacionesestaba previsto para las diez. Así que saqué de mi mochila mi  vaquero limpio, mi única remera nueva,  y me cambié de zapatillas por primera vez en todo el viaje. A las diez estábamos todos en la pista, con ganas de bailar toda la noche hasta que salga el sol
A eso de la una de la madrugada se escuchó esa canción que empezaba a sonar fuerte en todas las radios. “ We are de Word “ y que yo creía en ese entonces que era una canción romántica.  Estábamos en lo mejor de la fiesta, cuando Farabello nos juntó y nos llevó a todos al campamento. Esa vez tampoco quise abandonar, lo que estaba haciendo,  así que aunque fue rápido, pude terminar de dar mi primer beso de lengua a ese chico que me gustaba. No hubo aplausos, ni pochoclos, ni Tubby4, pero fue un beso de película.
                  


Anila Rindlisbacher 





















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