Las primeras salidas en grupo consistían en ir todos los domingos a misa a la Capilla San Ramón.
Me pasaban a buscar por la puerta de casa el Cacho, el Fabián, la Alejandra, el Daniel, la Cecilia y la Patricia.
La misa era a las cinco pero yo estaba lista desde las cuatro. Para mí era una salida especial porque me gustaba el Daniel Sánchez.
íbamos conversando las ocho o nueve cuadras hasta llegar a la capilla. Nos sentábamos siempre en la primera fila y yo trataba, disimuladamente, de sentarme al lado del Daniel. Sin embargo, el teatro era en vano porque ya todos sabían que me gustaba.
Cuando comenzaba la misa, nos poníamos serios y en silencio. Yo esperaba ansiosa la parte en que todos se saludaban con un beso. Esos fueron los únicos que nos dimos con el Daniel.
Terminaba la misa y, de nuevo, regresábamos todos.
Cuando cumplimos diez años nos dieron permiso para ir a la matinée los sábados. Para esas salidas yo no quería ponerme esos vestidos con volados y puntillas. Así que mamá me compro unos pantalones de corderoy, que los combinaba con pulóveres gordos de lana tejidos por Doña Tei.
Al cine, también íbamos en grupo y llegábamos siempre un ratito antes así podíamos comprar chocolates, galletitas y gaseosas antes de entrar a la sala.
Pasaban dos películas, la primera siempre era de relleno, la importante era la segunda. Entre una y otra había un intervalo de aproximadamente quince minutos. Ahí aprovechábamos para saludar a los conocidos. En realidad todos eran conocidos, sólo que con algunos uno tenía mayor afinidad (porque era del mismo barrio o asistía a la misma escuela).
Fue en el cine donde lo conocí. él siempre estaba presente en la sala porque era el acomodador.
Yo le tenía miedo.
Cuando iba al cine de noche con papá y mamá, él se acercaba y a mí me daba impresión.
Mamá me decía que él era bueno y papá lo saludaba animadamente como para darme confianza
- ¡¿Cómo andas Jesús?!
- Bien, decía Jesús con su hilo de voz y sonreía.
Yo lo miraba de lejos, escondida en el abrigo de papá. él me miraba y me ofrecía una sonrisa. Pero yo no se la devolvía. Sólo lo miraba asustada.
Cuando llegaba la hora de entrar a la sala Jesús nos acompañaba guiándonos con la linterna hasta la fila de asientos que nos correspondía.
Yo me ponía nerviosa cada vez que se acercaba a nuestra fila.
A la salida él siempre estaba en la puerta regalando a todos una mirada amable y una sonrisa de despedida
A veces, camino a la escuela, yo lo veía venir con sus ropitas de colores y su gorrita negra. Para evitarlo me cruzaba de vereda.
Cuando íbamos con papá a pescar a la cachuera, así llamábamos en el pueblo a una zona de la orilla del río donde había grandes piedras negras y un tanque de agua en desuso, siempre estaba Jesús con su mojarrero y su bolsita.
Muy a mi pesar, papá me hacía bajar del auto y, al acercarnos a la orilla, me obligaba a saludarlo.
-Hola Jesús, lo saludaba tímidamente.
-Hola, estoy pescando, me informaba con su hilo de voz.
Papá conversaba animadamente con él, mientras yo me alejaba con mi cañita lo suficiente como para no tener que participar de la charla.
Es que a mí, Jesús me daba miedo. Yo nunca había visto a una persona con su aspecto: medía no más de un metro veinte, estaba todo arrugadito y tenía una voz finita y aniñada. Pero se notaba que era un adulto.
Pasaron algunos años y, mientras Jesús seguía su rutina de la pesca, yo me transformé en una señorita.
Comencé a ir al cine de noche con algún chico que me invitaba y que por supuesto saludaba a Jesús con total naturalidad.
Como me daba vergüenza decir que le tenía miedo, empecé a saludarlo y, de a poco, a hablar.
Me lo encontraba en todos lados, ya que él siempre andaba deambulando. Jesús no tenía una casa propia. Dormía en la calle o en la casa de algún vecino.
Con el tiempo me fui enterando de su triste historia. Jesús había perdido a su mamá de muy chico. Tenía dos hermanos y no se sabía bien su paradero. Vivía de la caridad de la gente del pueblo. Todos lo querían. Era una personita que no hacía mal a nadie. Le gustaba jugar con los perros y con los niños. Casi todos se hacían amigos de él enseguida, pero siempre había algunas excepciones que, como yo, le temían.
Jesús también fue secretario del intendente: lo ayudaba en su despacho. Hacía tareas livianas, como diligencias o era el cebador de mates durante los viajes del intendente.
Jesús estaba en todos lados. Jesús era del pueblo. Nunca faltaba en las noches de carnaval. Siempre andaba entre las comparsas.
él esperaba durante todo el año un día en especial: la Navidad. Por alguna razón que desconozco le gustaba la Noche Buena.
Su familia eran sus amigos de la vida, de la calle, reales o imaginarios. No sería raro pensar que Jesús tenía amigos imaginarios y ángeles que lo acompañaban.
Jesús era niño, anciano, amigo, acomodador del cine, pescador. Era el que andaba siempre por las calles de Monte Caseros regalándole sonrisas (sin esperar nada a cambio) a todos los que se cruzaban en su camino.
Jesús era un misterio, nadie sabía a ciencia cierta cuál era la enfermedad que padecía. Se fue como vino, casi en silencio. A veces pienso que en cualquier momento me lo voy a encontrar. Y cuando paso por la cachuera me parece ver su silueta: agachadito, con su caña, esperando, paciente, en silencio.
Fuente: los datos sobre la vida de Jesús Bogado fueron extraídos de la investigación realizada por Fabiana Roda y Paola Levy.
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